| Cuando
Cristóbal Colón guió sus buques
hacia el oeste a la salida del puerto español
de Palos, cercano a Cádiz, unos veinticinco
millones de personas habitaban las Américas.
Existían dos imperios en pleno apogeo controlando
enormes extensiones de territorio. En la zona norte
los aztecas y en el sur los inka. Los pobladores de
esos imperios llevaban vidas sofisticadas en sus ciudades
y pueblos y producían un elaborado entramado
de objetos y monumentos. Dentro de cada imperio había
gente con diferentes lenguas y tradiciones; los mixtecas,
los zapotecas, los guaraní, los chocho y los
cañari, sólo por nombrar a unos pocos,
hicieron vida en los espacios definidos por las capitales
como Tenochtitlán y Cuzco, y su existencia
estaba marcada por una compleja red comercial y de
política local.
En
Vistas, se entiende el periodo colonial como
un estadio de preparación
para construir y reconstruir la historia precolombina,
desde las memorias iniciales del siglo XVI hasta los
conceptos proto-nacionales del siglo XIX. Al considerar
las muchas maneras en que las gentes de las colonias
entendieron lo precolombino, las interpretaciones
que aquí se presentan presumen que no hubo
un pasado precolombino único y estable en la
Hispanoamérica colonial. Es precisamente esta
diversidad y fluidez la que Vistas quiere
enfatizar, porque fue esta fluidez y diversidad la
que caracterizó lo precolombino en tiempos
coloniales.
En
las Américas, la historia de las culturas indígenas
es tan extensa y vibrante, que ya hacia 1500 se podían
encontrar cientos de historias inscritas en las ciudades
abandonadas y en los asentamientos medio enterrados.
En Yucatán, el paisaje estaba acentuado con
ruinas llenas de musgo que antaño habían
sido el centro de urbes blanqueadas. Muchos de esos
lugares, construidos por los antecesores de los mayas,
aún conservan jeroglíficos esculpidos
en la piedra o pintados en las paredes interiores
de los edificios. En las montañas del Perú,
Machu Picchu, que se ve en la fotografía, había
sido un lugar de retiro para la realeza inka. La ciudad,
con sus paredes cubiertas por orquídeas y matojos,
fue abandonada probablemente a principios del siglo
XVI, incluso mientras otras vibrantes comunidades
andinas se establecieran cerca.
Hubo
gente de carne y hueso que ancló su pasado
en estos lugares y mantuvo y modeló la historia
a través de su propia narrativa oral, que a
su vez estaba animada por la práctica ritual.
Por ejemplo, la ciudad de Teotihuacan fue abandonada
unos siete siglos antes de la conquista y colonización
europea. La que antaño había sido la
ciudad más poblada y con las estructuras más
grandes de Norteamérica, era una ciudad fantasma
en 1521 cuando Hernán Cortés y sus aliados
marcharon sobre los aztecas. A pesar de todo, las
ruinas de esas pirámides no habían sido
olvidadas. Los aztecas llamaban a Teotihuacan “la
ciudad de los dioses”, haciendo referencia a
quienes creían responsables de tales logros
arquitectónicos, y cada veinte días
el rey azteca y sus sumos sacerdotes hacían
una peregrinación ritual al lugar.
Antes
de la llegada de los europeos, el pasado de los indígenas
era respetado y estaba abierto a la reinterpretación
por parte de los descendientes de los que habían
llegado antes. Este era un proceso que dependía
de la cultura visual, dándole nuevos significados
a medida que la gente remodelaba las viejas formas
y lugares, trabajándolos de nuevo y reinterpretándolos.
Este proceso continuó después de la
llegada de los europeos, pero fue dificultado en gran
medida por los cambios profundos y devastadores que
se desataron poco después de 1492. A los conquistadores
les importaba poco la historia de los indígenas;
algunos inkas fueron testigos de la destrucción
de los templos, lugares en que los muertos les hablaban
a los vivos, por los conquistadores en su desesperado
afán por encontrar plata y oro. Los españoles
a menudo vieron la historia indígena, incrustada
en los objetos y espacios arquitectónicos,
como un impedimento a su conquista. Así pues
los aztecas vieron cómo su gloriosa capital
quedaba reducida a escombros, los retratos de tamaño
natural de los reyes aztecas arrancados de las piedras.
También la transmisión oral de la historia
y las memorias en vida se vieron reducidas severamente
debido a las innumerables muertes que causaron las
nuevas enfermedades. Unos veinticinco millones de
americanos vieron el amanecer del siglo XVI y menos
de un millón verían el amanecer del
siglo XVII.
Los
conquistadores españoles y los oficiales de
la colonia intentaron reescribir las historias de
los indígenas con la suya propia. Para empezar,
inventaron una nueva categoría de “indio”,
el nombre que le dieron a los nativos de las Indias,
las posesiones españolas en el Nuevo Mundo
(también se les llamaba “naturales”).
El “indio” era un apelativo mejor por
su brevedad; en Hispanoamérica, el “indio”
era una persona con derechos diferentes, y un grado
diferente de humanidad. Los
“indios” eran menores ante la ley, niños
culturales. A la vez que forzaban el estatus de “indio”
para describir a millones de personas diferentes,
los españoles intentaron modelar una historia
común para las Indias, y conectarla a las ideas
del Cristianismo que daban forma a la historia. Los
escritores de la época llamaron a este proceso
una narrativa de las Indias. A menudo empezaba con
la creación de la tierra; acto seguido se centraba
con rapidez en los imperios indígenas de los
siglos XIV y XV, y después alcanzaba el clímax
en la conquista española y en la imposición
de una cristiandad universal. Hoy en día, aunque
tenemos una visión más clara y profunda,
seguimos utilizando el término aglutinador
de “prehispánico” o “precolombino”
(antes de Colón) para describir la historia
de la América indígena antes de la llegada
de los europeos.
Las
interpretaciones e imágenes que se presentan
aquí exploran cómo la gente en Europa
y en Hispanoamérica entendía esta historia
precolombina, especialmente a través de la
cultura visual. Europa no tenía idea de la
profundidad ni de lo complejo de las historias indígenas,
y las Indias y sus “indios” eran una fuente
de sorpresa y de diversión. Esto fue especialmente
cierto en el siglo XVI, cuando los indígenas
fueron “importados” como artistas ambulantes,
y sus artesanías llevadas desde América
como regalos para las cortes reales y las colecciones
de los cardenales. Claramente, la perspectiva europea
del Nuevo Mundo era compleja. Algunos defendían
los derechos y privilegios de la gente nativa, pero
a pesar de ello, el prejuicio y los rumores de veneración
al diablo y de canibalismo también acabaron
estampados en la imaginación europea. Las imágenes
de esos males circulaban ampliamente en los libros,
las estampas y en los salones de los ricos.
Tan
pronto como 1550, cuando los europeos empezaron a
estabilizar, y de hecho crear, un pasado precolombino
que fuera paralelo a su propio sentido histórico,
existió colaboración con los ancianos
nativos. Los nativos educados y los mestizos, algunos
de los cuales se habían mudado a Europa mientras
que otros se quedaron en Hispanoamérica, tomaron
sus plumas y empezaron a relatar el pasado. A pesar
de esto, legiones de personajes indígenas—los
zapotecas, los nahuas, los otomís, los chunchos
o los inkas—se aferraron a sus modos específicos
de memoria y utilizaron la cultura visual con esa
finalidad. Algunas veces la iconografía de
las imágenes, su descripción de ritos
o ancestros antiguos, hacían referencia directa
al pasado. En otros casos era la artesanía
o la elección de materiales lo que mantuvo
vivas las tradiciones y memorias precolombinas. En
todos los casos, estas contribuciones indígenas
a la cultura visual son una característica
distintiva de la historia de Latinoamérica
y de la colonización.
A
lo largo de la historia de Hispanoamérica,
los indígenas han utilizado objetos visuales
para recordar y representar el pasado. A través
de los hilos de la memoria y de sus antepasados, los
indígenas retomaron una conexión con
su pasado precolombino, muchas veces animados por
recitales orales o representaciones en días
festivos u otras ocasiones públicas. A veces
esta conexión era literal, como cuando los
historiadores nativos del siglo XVI y XVII sabían
interpretar los archivos nativos que consistían
de manuscritos pictóricos y khipus. Tales objetos,
con sus orígenes en tiempo precolombino, estuvieron
frecuentemente protegidos durante el periodo colonial
o fueron copiados y actualizados. A través
de la palabra escrita y de las imágenes, muchas
veces utilizando el alfabeto y en papeles y tintas
introducidas por los monjes, los indígenas
también recordaron y recrearon su pasado con
sus propios propósitos.
Al
igual que ocurrió antes de la llegada de los
españoles, las historias indígenas siempre
adoptaron la forma y el significado que las hacía
útiles para el presente. Por ejemplo, Felipe
Guaman Poma de Ayala, pintor y escritor andino del
siglo XVII, no sólo acuñó las
glorias de los tiempos precolombinos, sino que modeló
su historia como un llamamiento para el restablecimiento
del gobierno andino. Los descendientes de los inkas
y de los aztecas invocaron sus historias imperiales
con el expreso propósito de mantener sus amenazados
derechos y propiedades. Otros representaron su pasado
ancestral como algo claramente no español y
no azteca (o no inka), algo de un nuevo estilo híbrido
que se nutría de las diversas tradiciones;
de este modo se reafirmaba su identidad étnica
y urbana distinta de la de los españoles.
Con
la llegada de la independencia a principios del siglo
XIX, los criollos, no sólo los indígenas,
adoptaron la historia precolombina como propia. Los
nacionalistas criollos se sintieron atraídos
por las culturas imperiales que habían encontrado
los conquistadores: los inkas y los aztecas, modelos
ilustres y héroes ancestrales de su tierra.
A pesar de que las imágenes que los criollos
generaban de esos gobernantes de la antigüedad
en Cuzco o las esculturas de los gobernantes en Tenochtitlán
eran más imaginadas que reales, se deben tener
en cuenta como un compendio a través del cual
la historia y la cultura visual precolombina estaba
llena de significado en el periodo colonial tardío.

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